El filósofo Noam Chomsky, en su libro “Estados fallidos: El abuso de poder y el ataque a la democracia” (2006), señala que un Estado fallido no tiene entre sus prioridades proteger a sus ciudadanos de la violencia y toma decisiones sin priorizar los requerimientos ciudadanos frente al poder y a la riqueza, lo que termina favoreciendo a los sectores dominantes de la sociedad.
El Perú republicano nació como un Estado débil, sin una clara visión de desarrollo de la sociedad peruana y con una democracia muchas veces interrumpida por golpes militares, y varios cambios constitucionales que trataron de generar estabilidad en el país. Sin embargo, la amenaza de convertirse en un Estado fallido persiste, más aún cuando a los problemas estructurales se les suman serios problemas de gestión del Estado, y una ineficacia crónica que alienta la corrupción.
Recordemos que, en octubre de 2011, en el marco del CADE, el gurú Michael Porter de Harvard, expresó que, el Estado peruano, carece de una política de largo plazo en materia de competitividad; que muestra una economía sin rumbo; y que no ha generado beneficios para la mayoría de la población. Además, los ingresos por las exportaciones dependen, básicamente, del alza de las materias primas, porque la producción tiene poco valor agregado.
Dijo también que hay mucho atraso en la innovación y en el uso de tecnología; que gran parte de la inversión extranjera no viene a crear nuevas empresas; y, que, si bien la macroeconomía puede estar bien manejada por el BCRP y el MEF. Sin embargo, existe una realidad socio política donde campean la corrupción, los escándalos y la falta de convicción en los poderes del Estado. A ello se suma la baja productividad, la pésima educación, el deficiente sistema de salud, las debilidades en infraestructura física y la desigualdad social. Actualmente, se estima que, alrededor del 10% de la población más rica acapara el 66% de la riqueza nacional, producto de una redistribución del ingreso nacional absolutamente inequitativa.
La Contraloría General de la República, hasta ahora sin facultad sancionadora, informó recientemente que los actos de corrupción e inconducta le costaron al Estado un total de S/. 23,297 millones durante el 2019; lo que representa alrededor del 3% del PBI de ese año, y el 15% de la ejecución presupuestal registrada por el Gobierno durante el año anterior, el mismo que ascendió a S/. 156,278 millones.
Debemos considerar también que, en ese mismo año, el Perú fue considerado por el índice de Estados Frágiles, calculado por el centro estadounidense Fundación para la Paz, en el puesto 102, como un Estado en peligro, con un índice de 67.8 puntos, junto con Paraguay, a diferencia de Chile y Uruguay que fueron considerados países muy estables con 38.9 y 34.0 puntos respectivamente.
Recordemos que, en el 2020, Perú redujo su PBI en -10.6% y la pobreza y el desempleo se elevaron sustantivamente por la paralización de la economía, y la pandemia puso al descubierto un sistema sanitario en crisis, con problemas estructurales y una pésima gestión gubernamental, llena de corrupción, y con una visión monopólica para enfrentar la crisis sanitaria y económica.
El actual fracaso estatal, particularmente de la gestión de Vizcarra en la lucha contra la COVID-19, se ha traducido en una gran mortalidad y contagio, además de la paralización de la economía. Según el Sistema Nacional de Defunciones, se registró en pandemia al 25 de abril de este año la cantidad de muertos en 160 mil, un fuerte exceso de mortandad; la mayor parte por la COVID-19; y otros porque el sistema de salud abandonó a su suerte a muchos pacientes que se atendían regularmente por otras enfermedades.
Como podemos apreciar, el Perú es un Estado fallido desde hace mucho tiempo. A pesar del crecimiento económico de las últimas dos décadas, no hubo desarrollo.
Por: José Linares Gallo
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